Sentada en la arena, descalza y con el pelo al viento, miraba la marea con gesto absorto. Arriba. Abajo. Una y otra vez. Siempre el mismo ritmo, ni una mínima variación en el monótono ascenso y el aburrido descender.
De pronto, se preguntó si la marea era prisionera, esclava de la mano que la obligaba a caminar penosamente cada día, a volver al mismo sitio cuando ya había avanzado, a no acercarse nunca a las demás cosas que no fuesen la arena y el sol del atardecer. Un movimiento desesperado por acercarse contestado por otro que obliga a retroceder. Se quedó pensando un buen rato con expresión de disgusto, hasta que una sonrisa de alivio inundó su rostro. Nada. Eso era. Nada empujaba a la marea hacia arriba o hacia abajo, aquel subeybaja no era una prisión, marcaba el ritmo del universo para que todas las cosas lo oyesen y siguiesen el compás de su eterna sinfonía.
Como un corazón gigantesco y latiente.
En un atisbo de lucidez, suspiró al darse cuenta de lo estúpido que era pensar en la marea como algo con voluntad propia, se tumbó en la arena y dejó que los latidos de su corazón y su respiración se acompasasen al ritmo del agua, y al poco rato se quedó dormida, escuchando la melodía del universo.